sábado, 27 de abril de 2013

Cartas a mis hermanos. 3. Espacios: la cocina de casa de la abuela.


Edward Hall acuñó en los sesenta un término que me ha gustado siempre: proxémica. Consiste en una disciplina dedicada al estudio del espacio y de las interacciones de los seres vivos en su seno. Viene a decir que el espacio nos condiciona sin que nos demos cuenta y analiza cómo lo hace.
Al hilo de esta lógica, hablar de nuestra infancia sería insuficiente sin recordar los espacios en los que nos movimos: el barrio de trazado tortuoso, aquel trozo de calle con dos olmos y una parra, el callejón de al lado, las dos fuentes cercanas... la casa de la abuela.
La casa la había construido su padre, y supongo que tiene un sencillo armazón de vigas relleno con adobe. A la planta baja ¿recordáis? se accedía por una puerta vieja con la gatera al lado. Dentro, una especie de zaguán pequeño, fresco y oscuro, y a mano derecha la cocina compartida, con una única ventana cubierta con una alambrera. En el lado opuesto, el acceso a la habitación de abajo, donde dormían los abuelos y donde luego nosotros hicimos tantas siestas. 
Esa ventana, ya de por sí pequeña, quedaba limitada en su luz gracias a unos cuantos geranios pulcramente plantados en botes de conservas o algún tiesto de arcilla. En verano, la sensación de frescor era agradable; en invierno, el frío se acentuaba por la falta de luz. Y cuando digo que se acentuaba, quiero decir que se acentuaba.
Al lado de los basares había una miserable estufa de leña en la que se guisaba hasta que aparecieron, por obra y gracia de la modernidad, los primeros infernillos de petróleo. Luego también había una mesa pequeña y asientos, que no sillas, con el culo de madera o de cuerda cruzada. Y allí se guardaban también platos, cubiertos, ollas y sartenes....
Me falla la memoria, me traicionan los datos. No puedo concebir cómo en un lugar tan pequeño cabían tantas cosas y tanta gente. Pero así era. Porque, incluso tras morir el abuelo, los domingos, allí nos reuníamos nosotros cuatro, la abuela, Pedro y la Carmen, y si alguien se añadía era también bienvenido. Después se instalaría allí, también, el tío Poli cuando regresó de África.
Cuando se hacía de noche, la única luz provenía de una pobre y solitaria bombilla colgada del techo que se accionaba con un interruptor giratorio. Allí transcurría parte de nuestras vidas.
Un recuerdo: en verano, para paliar las molestias de las abundantes moscas, se colgaba del techo una tira adhesiva color miel en el que se pegaban y luchaban hasta que morían. Cuando estaba casi negra de insectos, se sustituía por otra y vuelta a empezar. 
Nuestra vida no era muy interesante, así que pasábamos largos ratos contemplando los estertores de aquellos animalillos. Pero el aburrimiento espolea la creatividad, y así fue que una tarde Pablo y yo decidimos —y no por compasión— mitigar los sufrimientos de una de aquellas criaturas por el método de la incineración. Tomamos la caja de cerillas, encendimos una y la acercamos para quemar al puñetero animalejo. Y entonces nos percatamos del significado terrible del concepto “inflamabilidad”, porque en un instante la tira adhesiva se incendió que daba gusto verla. 
Gracias a Dios no llegó la sangre al río y esa noche la familia durmió en la casa, pero en el techo quedó una inmensa mancha negra. Algo más tarde, nuestros culos tomaban un matiz morado a juego. Y es que madre nunca gozó de un fino sentido del humor ni apreció la creatividad. Una pena.
En el más allá, imagino que las moscas brindaban por su cumplida venganza. En el más acá, la cocina de la abuela aguantaba, estoica, otra hazaña nuestra. Y así perduró un tiempo, hasta que la volvieron a enjalbegar. Y nosotros a hacer otra de las nuestras. Es lo maravilloso de aburrirse de vez en cuando.

2 comentarios:

  1. Tengo entendido, que en aquel tiempo, hata que se fueron a vivir a los bloques, tambien vivian en la parte de arriba de la casa de la abuela el tio Paco,su mujer, mary y dorita´
    yo si recuerdo perfectamente la mesita, forrada con un hule de cuaros, tio Poli, no cambió nada, y yo en aquellos asientos, compartí muchas historias y basitos de mistela con él.

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  2. Pues sí, Carlos. De momento voy por la cocina, pero arriba estaban nuestras dos habitaciones y un poco más arriba las tres en que habitaban Paco y la familia. Y no te lo pierdas, que luego vino también su cuñada. Pero ya hablaremos. Como ves, en manos de un buen escritor, esto da para una novela (de hecho, no seamos presuntuosos, cualquier vida da para muchas; sólo hay que saber contarlas)

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